domingo, 9 de julio de 2017

CULTURA DE EMERGENCIA


En Chile, ¡quien no lo sabe!: las palabras “estado de emergencia” forman parte del léxico común desde que tenemos uso de memoria.  Nuestro actual concepto de estado de excepción viene de una ley  que data del año 1969, pero que proviene de la época del terremoto de mayo de 1960 en Concepción y Valdivia, en que por vez primera se  hizo uso del concepto de calamidad pública como causa para decretar una zona de emergencia.  

Por calamidad pública  se entiende el resultado provocado por la manifestación, ya sea de un evento natural  como  antropogénico no intencional, que por el hecho de  encontrar condiciones  de vulnerabilidad en  personas, bienes,  infraestructura, causa daños o pérdidas humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración intensa  y extendida que perturba  las condiciones normales de funcionamiento de población, en un determinado territorio.  Lo cual exige a la autoridad la ejecución de acciones que respondan a la emergencia y contribuyan a la rehabilitación y reconstrucción. Pero el concepto posee una historia más larga, que nos remite a los Romanos y a las iniciativas que pusieron en pie para enfrentarse a las embestidas bárbaras.




                              (Fragmento, obra de Antonio Guzmán)


Es evidente que el estado de excepción pone en evidencia la fragilidad del estado de cohesión  de un conjunto social determinado. Esto es lo que ocurre en una ciudad que sus niveles de gobernabilidad están por debajo de lo que la pragmática de su autoridad pone en movimiento para legitimar  su reproducción. Porque, en definitiva, es la propia condición de hacer viable una ciudad en la que ser radical es cumplir la ley, porque siempre se vive un poco más allá del borde, como si ninguna trasgresión se constituyera en delito, donde apenas hay normas fijas y la gestión del territorio se convierte en procedimiento policial de manejo de intensidades sociales para las que la excepción ya es la normalidad. Tanto la autoridad como los ciudadanos se autorizan a realizar cosas que la ley no autoriza porque se da por sentado que deben enfrentar situaciones excepcionales. 

La cultura se convirtió en Valparaíso en una empresa simbólica que favorece  la soberanización extorsiva de grupos sociales que exigen del Estado una preocupación mayor en la gestión de sobrevivencia.  En tal caso, la calamidad pública es el efecto a construir para legitimar las medidas de mitigación de la catástrofe de gestión de la vida cotidiana. Los organismos de Cultura permiten que dicha legitimación sea habilitada para ejercer su control de la vulnerabilidad, a través del montaje expresivo de programas de rehabilitación que implican la puesta en marcha de una “cultura de la micro-reparación”.



                             (Fragmento, obra de Edgar del Canto)

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