viernes, 22 de agosto de 2014

EL “EFECTO ROBERTO PARRA” EN LA CULTURA LOCAL DE SAN ANTONIO

El viernes 8 de agosto participé en el restaurant El Sauce, de San Antonio, en un coloquio destinado a potenciar el rol de Roberto Parra como un mito constructivo de la ciudad. Esta decisión tiene que ver con instalar el dominio de La Negra Ester como un dispositivo de investigación del imaginario local. Para eso fui invitado: para hablar de los efectos de un método de intervención cultural que he puesto en función en el Parque Cultural de Valparaíso  y que recupera dos cosas fundamentales; la culinariedad y  la décima. Esto quiere decir, en términos estrictos, la cocina hogareña y la poesía popular como ejes de trabajo cultural.

Para ser fiel a la hipótesis que sostuve en mi última entrega, debo volver a insistir en que existen  prácticas rituales cuyos efectos estéticos son más consistentes que las producciones de algunas prácticas artísticas.  En San Antonio, mitos sociales perdidos fueron recuperados por ritos que fijaron el regreso de los  residuos de una memoria. Es aquí que entra a tallar el efecto Roberto Parra como un atractor imaginario que condensa una franja de vida de la ciudad, focalizada principalmente en el barrio Balmaceda. El hecho es que un conjunto de esfuerzos locales se articulan para producir un efecto institucional a partir del diagrama de una obra de arte. Este es el mayor desafío.

En mi trabajo de crítica activa en la dirección del Parque Cultural de Valparaíso, he puesto el énfasis en cómo realizar una programación a partir de un  análisis del imaginario local, teniendo como eje de investigación determinados elementos  diagramáticos que proporcionan las obras. Con esto quiro decir que es totalmente factible entender el trabajo de dirección de un centro cultural complejo como una expansión del ejercicio de  la crítica. 

En el caso de Valparaíso tomé como sustrato dos obras cinematográficas que ayudan a entender el período de configuración de la mayor densidad porteña del siglo XX. Se trata de las películas de Joris Ivens (A Valparaíso, 1962) y de Aldo Francia (Valparaíso, mi amor, 1969). Toda la argumentación al respecto se encuentra expuesta en mi libro Escritura funcionaria, que publiqué en noviembre del año pasado.

Este “modelo de bolsillo” fue tomado por Mercedes Somalo,  gestora cultural de San Antonio, quien lo conectó con una línea de trabajo que con un grupo de personas ya venían desarrollando de manera autónoma en ese puerto, destinado a recomponer el tejido social del barrio Balmaceda.  Ciertamente, es necesario mencionar en esta iniciativa  a la Fundación Siglo XXI (San Antonio) y a la División El Teniente (CODELCO). Lo cual no deja de tener efectos significativos en la escena cultural local, ya que señala una modalidad de trabajo cultural que sobrepasa la acción de un centro cultural, ya que des/localiza sus funciones y las re/localiza en los lugares en que  efectivamente se produce la cultura cotidiana de una comunidad.

Lo que quiero decir es que la figura de Roberto Parra y la mitología productiva forjada por la puesta en escena de La Negra Ester permite formular un eje de recomposición de la socialidad. Ronald Kay, uno de los invitados al coloquio en el restaurant hizo hincapié en sus recuerdos  de cómo fue testigo de la escritura de la obra. Pero además, de cómo era el Chile de ese entonces, en la coyuntura simbólica de fines de los sesenta, cuando la sociedad era menos permeable y las culturas urbanas sub-alternas eran -efectivamente-  no transversalizables. A menos que se consolidara el movimiento social ascendente que llevó al gobierno a la Unidad Popular. La transversalización de la sociedad no fue producto de las luchas urbanas sino de la hegemonización del imaginario socil por parte de los Medios. Fue en contra de esa pragmática del fetiche globalizador que Andrés Pérez recupera La Negra Ester; precisamente, porque estaba ahí, y no la habíamos visto/escuchado todavía, con el deseo puesto en la reconfiguración del discurso de  la corporalidad.

Es así que en el coloquio, Boris Quercia leyó un fragmento de la obra  para garantizar la filiación de su esfuerzo actoral en el montaje con esta iniciativa   que agencian hoy día la legitimidad del efecto Roberto Parra, como un mito orgánico  de la ciudad. ¿Cual es la base de dicho efecto? La décima. ¿Y por qué? Porque reúne los elementos más arcaicos de la oralidad que sostiene la depresión intermedia. Es así como llamamos en las clases de geografía escolar al Valle Central. Eso es el vacío que queda entre las dos cordilleras. Es el vacío donde se genera el lenguaje. Todo esto funciona en la ficción transferencial de una poética eminente que asume su merma al re/localizarse y convertirse en “voz propia” de un campesinado que traslada a la ciudad los residuos de su sentimentalidad. Es así como La Negra Ester se nos presenta como lo mas parecido a un “romance” que narra una historia que siempre termina en tragedia; en este caso, la tragedia del amor. Del amor de la ciudad.

De lo que estoy hablando es algo más que la recuperación de un “ícono”, con la ventaja de que la palabra “gentrificación” no ha entrado todavía a funcionar en San Antonio. De este modo, el fortalecimiento de la memoria del barrio Balmaceda instala la necesidad de conectar la escritura de La Negra Ester, con la memoria social efectiva de los portuarios locales, que no ha sido convertida en caricatura porque la situación discursiva no lo permite, al punto de que en este coloquio, la presencia de históricos dirigentes sindicales y obreros portuarios, garantizaban la operación de conversión del mito en una expresión de la cultura urbana local. 

¿Que faltaba para sellar la operación? Valga la redundancia, esta situación simbólica debía ser realizada por una operación de afirmación de la culinariedad, ya que el canto del amor perdido está sellado por una secuencia reparatoria, que se inicia en el consumo (pascual) pequeñas sopaipillas (como hostias) para servir con pebre, para proseguir con calugas de pescado y empanadas de cochayuyo, de modo que se pudiera terminar con un caldillo de congrio, como condición material para sostener   la temporalidad del propio coloquio. El bálsamo que hacía posible la lubricación del mecanismo de articulación entre imagen y palabra, entre “poesía” y “vida”, no podía sino ser jarras vidriadas de vino navegado.


No mencionaré al resto de los participantes del coloquio, ya que merecen una columna entera por si mismos. Ya habrá un momento para ello, porque esta compleja operación de desplazamiento de una diagrama de obra y su conversión en eje de investigación de un imaginario local, no hace más que comenzar.

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