miércoles, 26 de junio de 2013

Pintura mural compensatoria

En el Parque, en el marco de la exposición Pintura Latente II  organizamos un Laboratorio, titulado La enseñanza de la pintura. En la primera reunión del Laboratorio expliqué el sentido del título y  la importancia de su importación desde la crítica de arte de comienzos de los años setenta. En efecto, el origen es un libro que contiene un conjunto de artículos de Marcelin Pleynet, publicado en francés en 1972 y cuya  traducción castellana solo sería conocida en Santiago en 1981.  Importa señalar que su puesta en circulación en la escena santiaguina es contemporánea del texto de Lyotard, La pintura como dispositivo libidinal.  Desde entonces se transformó en una lectura ineludible para el espacio crítico, que de hecho era muy restringido. Por eso, en esta experiencia de Laboratorio nos propusimos intensificar las referencias bibliográficas para poner en pie un tipo de análisis de pintura que tome a cargo ciertos avances metodológicos que ya a estas alturas resulta imposible desconsiderar.

En un encuentro con estudiantes que participan en el Laboratorio, uno de ellos me increpó con sorprendente insolencia. Detrás de mí, escuché la pregunta: “¿Y vos pintái?”. Me di vuelta y percibí la presencia de un joven cándidamente desafiante, a quien le respondí que no; que no pintaba. Frente a lo cual, agregó orgulloso: “¿Y cómo hablái de pintura, entonce?”.

En estos días tuve que viajar a Punta Arenas para participar en el Taller Coloane. Durante el vuelo de regreso repasé la lectura de otro viejo libro de Lyotard sobre la pintura de Monory, publicado en 1983. Reunía dos textos; uno, escrito en 1972, y el otro, en 1981. No pude dejar de lamentar  la intervención del estudiante. Ese es el estado del debate local y es de entender la vergonzosa calidad de los argumentos que aparecen  en las redes sociales.

Durante el vuelo recordé otro incidente que me condujo a pensar que la actitud del estudiante no era de sorprender, ya que hace un año y medio atrás un reconocido dirigente político se oponía a mi arribo a la Dirección del Parque porque yo “no había vivido el período de la ocupación ciudadana de la Ex Cárcel, por lo cual no podía entender el sentido de  lo que -en verdad- había ocurrido ”. No era que el hombre hubiese empleado la categoría sartreana de “lo vivido”. Su ingenua manifestación de violencia argumental ponía en duda la exigencia metodológica de la microhistoria social. En su discurso precario  la vivencia empírica  sustituía  la investigación histórica y  la reconstrucción etnográfica de una experiencia. El trabajo de dirección supone la realización de este análisis. Lo anticipa, porque la experiencia de ocupación cultural de un espacio desafectado reproduce iniciativas que ya han tenido lugar en el mundo, y su destino estaba ya escrito en los numerosos estudios sobre este tipo de casos. No es original que un espacio fabril o carcelario sea redestinado a un uso cultural. Desde hace más de treinta años que esto ocurre.

En este terreno, el discurso del estudiante y del dirigente son homogéneos. Me pregunto cómo es posible que con semejante discurso este dirigente pueda ostentar una posisicón de representación. Sin embargo, es posible que al comparar ambas  situaciones, el destino del estudiante  sea  representar-a-otros, porque  en lo que se refiere a su práctica profesional no va a llegar a ninguna parte.

Finalmente, al llegar a mi casa me encontré con un correo, re-enviado por una eminente lectora, en que me hacía estado de un artículo publicado por un periódico local on line, donde se anunciaba que el circuito turístico destacaba el arte urbano de Valparaíso.  El periódico construye un literal  doble standard, en que la forma de “dar la noticia” resulta  sinónimo de una columna de opinión encubierta. De este modo, el medio produce sus propios lectores convirtiéndose en portavoz de un nicho social  minoritario que requiere exhibir sus condiciones de sobrevivencia.  La animación social gráfica del cerro Polanco, promovida  -por lo que tengo entendido- gracias a fondos concursables,  se ha convertido en un “objeto exótico” para turistas sociales deseosos de encontrar manifestaciones de libertad que en sus países de procedencia no es posible encontrar. Para un turista  francés o  alemán resulta sorprendente la excesiva disponibilidad de Valparaíso frente a este tipo de agresión a la vida ciudadana. Los transgresores son perseguidos judicialmente. El espacio público está regulado. Por eso es, justamente, un espacio público. Regulado  por  una decretalidad  que asegura la  reproducción de formas  de  vida urbana. Dicha decretalidad es el producto de una delegación y transferencia de poderes altamente elaborada, que en Valparaíso ha llegado a formas de desconstitución crítica. Los medios electrónicos alternativos –financiados con fondos concursables- hacen el trabajo de vocería de sus propios lectores, aniquilando la información en provecho de la propaganda de formas  de intervención política compensatoria.

La compensación aparece en los estudios sobre las formas expresivas de la primera pintura mural. Pensemos en la pintura rupestre.  La comparación es excesiva. Pero funciona. En el libro de Lyotard al que he hecho referencia, hay una mención a Bataille, quien sostiene que la pintura mural se opone al trabajo, de la misma manera como se oponen la figura fabricada del animal al dominio eficaz del mundo, a través de la misma figura.

El acto pictográfico vendría a anticipar la muerte sacrificial del animal. La pintura se situaría en el campo del in-poder, mientras que la caza del animal en cuestión correspondería al campo del trabajo. Lyotard va a sostener que no es necesario seguir a Bataille en la búsqueda de una relación compensatoria entre el trabajo y el arte, que hace de la mala conciencia el motivo de pintar.  Si se piensa en la palabra compensación,  el acto de pintar provendría de un principio de culpabilidad.  Lo que se llama “política pública” para el arte, en general, toma como punto de partida esta culpabilidad,  a través de la cuál se accede al imperativo punitivo de la práctica de arte y  se instala el dominio de la exigencia de su impacto social justificativo, como lo señala la letra chica de los fondos concursables.

La pintura mural es el modelo que satisface inconcientemente la pulsión del burócrata de la cultura, porque a través de su popularización castiga  la experimentalidad formal y subordina sus recursos al manejo extorsivo de una amenaza inventada a la medida, donde el argumento de satisfacer el deseo inmediato de los habitantes esconde el montaje de los “operadores de vulnerabilidad”.

La animación social gráfica incorporada al circuito de un tour operador que hace de la vulnerabilidad un negocio no hace más que realizar el acto ritual de marcar en el muro de viviendas que no les pertenecen, la dimensión simbólica de sus carencias. La marca no hace más que compensar la discriminación  y relocalizar  la frustración de  su in-poder, mediante la exhibición de su indolente fragilidad  ostentatoria. Los únicos que ganan son los que organizan los proyectos de animación gráfica como sustituto de representación orgánica.

Hay que poner en relación esta pintura mural compensatoria y la ideología vitalista primaria del dirigente al que hice mención al comienzo. Ambos operan en el mismo orden. No  les interesa la cultura sino la reproducción de un tipo de militancia que se  invierte en la explotación de  los bordes sociales, porque por ese lado la carrera de representación pública es más rápida y se consolida en zonas de enclave ideológico. Les interesa la política pero no tienen facultades para desarrollar prácticas orgánicas consistentes. Sólo operan en la sobrevivencia. De este modo, viven de la extorsión de autoridades fragilizadas por su propia inhabilidad conceptual. La existencia de la pintura mural compensatoria y de sus corresponsales es directamente proporcional a la precariedad de la propia clase política local. Una cosa no va sin la otra. 

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